En el mundo existen unas 19 mil armas nucleares, la mayoría de ellas en manos de Estados Unidos y Rusia. Las consecuencias climáticas que se producirían después de un incidente nuclear masivo podrían llevar a la Humanidad a una lenta agonía, antes de su completa desaparición.
Por Alberto Iglesias Fraga
Ciudad de México, 12 de noviembre (SinEmbargo/TICbeat).- Los dramáticos efectos de este tipo de bombas de destrucción masiva ya son bien conocidas por la humanidad: los dos únicos ataques nucleares contra población civil (los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki por parte de EU en los instantes finales de la II Guerra Mundial) supusieron la destrucción total de ambas ciudades y la muerte de cientos de miles de personas.
La Guerra Fría contribuyó notablemente, durante cuatro décadas, a generar un enorme miedo entre la sociedad en general ante un potencial lanzamiento de las bombas nucleares hacia cualquiera de los dos bandos en que el planeta se dividió tras la caída de los nazis: EU y sus aliados contra la Unión Soviética y el universo comunista. En ese sentido, se generó una teoría, la de la Mutua Destrucción Garantizada, según la cual la Tierra dejaría de existir como tal (al menos el mundo occidental) en caso de que cualquiera de las dos potencias pulsara el fatídico botón, desatando una reacción en cadena que acabaría con millones de vidas.
Pero rara vez nos hemos parado a pensar qué pasaría tras los bombardeos. Si bien millones de vidas se perderían al instante y otras muchas perecerían en las fechas posteriores a consecuencia de la extrema radiación, otros muchos ciudadanos sobrevivirían a este momento apocalíptico para adentrarse en una nueva era desconocida y en la que la tecnología y los recursos no estarían disponibles para la mayoría de las personas.
Un nuevo contexto en el que el clima tampoco será el mismo. Y es que, tras un uso masivo de bombas atómicas en un corto espacio de tiempo, se generaría una enorme nube de polvo en suspensión, que se mantendría en la atmósfera durante meses. Esta particular nube impediría el paso de la luz solar, matando de inmediato a todas las plantas y vegetales de la Tierra. Es lo que se conoce como el invierno nuclear, nombre que recibe porque la temperatura media del planeta -al no entrar luz solar- caería en picado hasta provocar un enfriamiento global.
Puede parece que un enfriamiento global, teniendo en cuenta los problemas ocasionados actualmente por el calentamiento global, no es una gran preocupación. Pero lo cierto es que sus consecuencias serían funestas: la muerte de las plantas provocaría, a la larga, la desaparición de todos los animales herbívoros y, a su vez, la de todos los animales carnívoros y omnívoros. En definitiva, la muerte de la cadena trófica tal cual la conocemos en la actualidad.
Si a eso le unimos lo irrespirable que se volvería el aire que respirarían los supervivientes (y las partículas nocivas que traería consigo) o el descenso de las precipitaciones que traería consigo ese enfriamiento global, el fin del mundo no parece tan mala idea en comparación con esta lenta agonía para la humanidad. Hambrunas, problemas de salud masivos y la muerte final son las consecuencias directas del invierno nuclear, según los defensores de este planeamiento.
EL ORIGEN DE LA TEORÍA
La teoría del invierno nuclear se debe a los teóricos John Birks y Paul Crutzen, en 1982, quienes analizaron el impacto del humo provocado por un incidente nuclear a gran escala; aunque fueron Richard Turco y Owen Toon quienes acuñaron el término en ese mismo año tras comprobar estos efectos sobre la atmósfera. A su vez, en el bando soviético, Vladimir Aleksandrov y Georgiy Stenchikov llevaron a cabo simulaciones en esta misma línea un año más tarde, en 1983.